Simposium
Eclesial sobre la Droga
Ciudad del Vaticano - 9, 10, 11 Octubre
1997
PROLUSIÓN
S. Em. Cardenal ANGELO SODANO
Secretario de Estado, Santa Sede
¡Venerados hermanos en el
Episcopado y en el Sacerdocio; ilustres señores, amables señoras!
Con vivo placer tomo la
palabra en este Simposio que, por iniciativa del Pontificio Consejo para la
Pastoral de los Agentes Sanitarios, nos muestra una vez más que la Santa Sede
está en primera línea en un tema como el de la droga, que constituye uno de los
problemas más graves de la sociedad contemporánea por el número de víctimas que
provoca, por las familias que arroja en la angustia, por los jóvenes que
destroza mientras se asoman a la vida.
Al dirigir un caluroso
saludo a todos los presentes, expreso mi aprecio a los promotres del Encuentro,
que afronta un tema de importante incidencia a nivel personal y social. En
efecto, el fenómeno de la droga es la expresión de una criminalidad que se
impone al mercado y a la sociedad con una prepotencia inaudita y lucra inmensas
y deshonestas ganancias y, al mismo tiempo, es síntoma de un gran malestar que
afecta a la cultura y a la ética especialmente de las sociedades más adelantadas
desde el punto de vista económico. Por estas múltiples implicaciones, el tema de
la droga va mucho más allá de los confines de un problema sanitario y, de
cualquier manera, de una problemática sectorial. Este tema abraza aspectos
fundamentales de la existencia, plantea interrogantes ineludibles acerca del
sentido de la vida, sobre la ética personal y comunitaria y sobre las profundas
razones de la convivencia civil.
Por esta razón es amplia la
rosa de los temas afrontados en el programa del Encuentro. Se presenta muy rico
de aportes especializados, gracias a calificadas personalidades de renombre
internacional, lo cual facilita mi tarea introductiva que, ante la expresión del
aprecio del Santo Padre por la iniciativa del Pontificio Consejo, podría
limitarse a presentar su saludo de estima y de augurio a los relatores y
participantes, junto con el deseo de que de estos tres días de reflexión
sobresalgan elementos significativos no sólo para una posterior reflexión y una
encuesta sobre este grave fenómeno, sino también de una adecuada estrategia para
eliminarlo.
Sin embargo, me parece útil
recordar aquí algunos de los numerosos pronunciamientos dedicados a este tema
durante el actual pontificado, poniendo de relieve los aspectos más salientes.
Más que informaciones sobre la realidad del fenómeno droga – informaciones que
otros ofrecen con competencia específica – de estas líneas magisteriales emergen
los criterios para realizar una lectura precisa e iluminadora desde el punto de
vista especifícamente eclesial.
El
"flagelo de la droga"
La primera cosa que salta a
la vista, cuando uno se acerca a los varios pronunciamientos pontificios sobre
el tema, es la intensa solicitud que el Santo Padre dedica a la dramaticidad del
fenómeno. He aquí los vibrantes términos con los que Juan Pablo II se refería al
respecto hace algunos años: "Hoy – decía – el flagelo de la droga arrecia
cruelmente y con dimensiones impresionantes, por encima de muchas previsiones.
Episodios trágicos denotan que la desconcertante epidemia tiene ramificaciones
muy amplias, alimentada por un infame mercado que sobrepasa los confines de las
naciones y de los continentes. Las implicaciones venenosas del río subterráneo y
sus conexiones con la delincuencia y el hampa son tales y tan numerosas que
constituyen uno de los principales factores de la decadencia general"
(Enseñanzas de Juan Pablo II, VII, 2, 1984, p. 37).
Detrás de palabras tan
duras están los datos que vosotros, ilustres señores, bien conoceis. Es verdad
que, en lo que se refiere a las estadísticas, es difícil obtener datos precisos,
justamente por la naturaleza clandestina del uso de las drogas. Pero es
convicción común y fundada que dicho uso se expande como el aceite. El uso de
drogas sintéticas, con respecto a las que derivan de las plantas, tiene la
triste ventaja de estar más al alcance de los consumidores, mientras el control
se vuelve cada vez más difícil, porque por un lado puede existir una excedencia
de producción lícita a la que sigue la diversión y, por el otro, la fabricación
ilícita (Cf. United Nations international Drug Control Programme, World Drug
Report, Oxford University Press 1997, p. 41). Teniendo en cuenta los datos
ofrecidos por el Programa de las Naciones Unidas para el control internacional
de drogas, para poder reducir sustancialmente el provecho de los traficantes
debería interceptarse por lo menos el 75% del tráfico internacional de droga.
Pero este objetivo está lejos de ser logrado y ciertamente es difícil
conseguirlo si pensamos que el tráfico de cocaína y de heroína está controlado
en gran parte por organizaciones transnacionales, administradas por grupos
criminales bien centralizados con la implicación de una amplia gama de personal
especializado: de los químicos a los especialistas en las comunicaciones y en el
reciclaje del dinero, de los abogados a los policías, etc. (ibid. p. 123). Como
se sabe, en los últimos 20 años las organizaciones de traficantes de droga han
extendido sus intereses a otras formas de actividades ilícitas, haciendo
aumentar increíblemente las ganancias y por consiguiente el poderío de esta
criminalidad sin escrúpulos.
Efectos
devastadores
Pero, más allá de las
dimensiones cuantitativas del fenómeno, la voz del Magisterio se ha preocupado
en estos años de poner en alerta sobre todo ante los efectos devastadores que la
droga produce no sólo en la salud sino en la misma conciencia, así como también
en la cultura y en la mentalidad colectiva. En realidad este fenómeno es fruto y
causa de una grande degeneración ética y de una creciente desagregación social,
que corroen el tejido mismo de la moralidad, de las relaciones interpersonales,
de la convivencia civil.
En estos años, además, se
han revelado cada vez mayores los daños físicos concomitantes y consiguientes:
de la hepatitis a la tuberculosis y al SIDA. Es supérfluo recordar el contexto
de violencia, de explotación sexual, del comercio de armas, del terrorismo, en
el que florece este fenómeno. Y ¿quién no sabe cuan difíciles se vuelven las
relaciones familiares? Particular peso recae sobre la mujer, a menudo obligada a
la prostitución para mantener al marido que se droga.
Al parecer no son por nada
excesivas las expresiones usadas por Juan Pablo II cuando tiempo atrás definió a
los traficantes de drogas "mercantes de muerte" (Enseñanzas, XIV, 2, 1991, p.
1250). Una muerte que, si no es siempre la muerte física, es sin embargo una
muerte moral, una muerte de la libertad y de la dignidad de la persona. La droga
tiende a "esclavizar" a la persona. Lo recordó el Papa en su visita pastoral a
Colombia en 1986, cuando se refirió a los narcotraficantes: "Traficantes de la
libertad de sus hermanos, que esclavizan con una esclavitud a veces más terrible
que la de los esclavos negros. Los mercantes de esclavos impedían a sus víctimas
el ejercicio de la libertad. Los narcotraficantes reducen a sus víctimas a la
destrucción misma de la personalidad" (Enseñanzas IX, 2, 1986, p. 197). Teniendo
en cuenta estos efectos, nos explicamos por qué el juicio moral que la Iglesia
da al respecto sea particularmente severo. Surge espontánea la condena a quienes
son directamente responsables del fenómeno, con la producción clandestina de
drogas y el tráfico de las mismas, como también de quienes son indirectamente
cómplices. Pero el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda también a los que
se drogan o están tentados de hacerlo, que el uso de la droga "con exclusión de
los casos de prescripciones estrictamente terapéuticas, constituye una culpa
grave" (CEC 2291). Evidentemente no podemos dar aquí un juicio sobre la
responsabilidad subjetiva, ya que muchos, una vez entrados en esta infernal
dependencia, se vuelven también – por lo menos en parte – incapaces de la
elección radical necesaria para sustraerse a esta penosa esclavitud. Pero el
principio moral, recordado sin titubeos, no es sólo una norma, sino también una
ayuda ofrecida a la conciencia para que logre vigor y
coherencia.
La
responsabilidad pública
Frente a la enormidad del
fenómeno y a sus trágicos efectos, no hay duda de que la mayor responsabilidad
para afrontarlo y eliminarlo recae en las autoridades públicas. Es un llamado
que Juan Pablo II ha recordado muchas veces para que, tanto a nivel nacional
como internacional, se dé una respuesta a los desafíos de la droga de manera
decidida, adoptando soluciones que desanimen desde el inicio este tráfico
infame. Se trata de un tema que, además de ser difícil, es también delicado para
aquellas regiones en las que el cultivo ilícito de plantas destinadas a la
producción de droga parece ser la única opción ventajosa para los agricultores.
Es claro que en estos casos es necesario proveer para ofrecer recursos
sustitutivos, "capaces de garantizar a los obreros y a sus familias una
situación adecuada a su dignidad como personas e hijos de Dios" (Discurso a los
Obispos de la Conferencia Episcopal de Bolivia con ocasión de la visita ad
limina, 22 de abril de 1996, L’Osservatore Romano, 22-23 de abril de
1996).
Pero este aspecto del
problema no quita la responsabilidad a la autoridad pública que debe tomar otras
medidas necesarias. Al respecto, la Iglesia sigue con cierta aprehensión el
debate que desde hace tiempo registramos entre los llamados "prohibicionistas" y
los "anti-prohibicionistas". En efecto, es conocido que estos últimos cada vez
más vivazmente son promotores de la liberalización y la legalización de las
drogas – por lo menos de aquellas drogas "suaves" – proponiendo argumentos de
diferente naturaleza y usando como palanca el hecho de que la política
prohibicionista no sólo no ha resuelto el problema sino que lo habría empeorado.
Los prohibicionistas, a su vez, responden que la ausencia de sanciones
provocaría problemas incluso más graves de los que ya existen, dando a los
jóvenes un indicio equivocado y facilitándoles el primer paso que podría
llevarlos luego a las drogas pesadas. De este modo la legalización iría en
sentido opuesto a la educación y a la prevención, comportaría mayores riesgos
para la salud y mayores costos para la sociedad, no haría desaparecer el mercado
negro de narcóticos ni disminuir la violencia y la criminalidad. Uno de los
principales riesgos sería también la irreversibilidad de una opción de este tipo
y la dificultad de dicha regulación.
Frente a este "regulation
debate", la posición de la Iglesia ha sido y sigue siendo clara. Ciertamente no
se quiere negar que el problema es complejo y que entre los defensores de la
tesis anti-prohibicionista están presentes personas que, en buena fe, plantean
el problema seria y responsablemente. Pero el riesgo es muy elevado y las
razones que llevan a una política diferente resultan ser más convincentes. En
1984, hablando a las Comunidades terapéuticas, Juan Pablo II dijo al respecto:
"La droga es un mal y ante el mal no se consienten renuncias. Las legalizaciones
incluso parciales, además de ser por lo menos discutibles con respecto a la
índole de la ley, no surten los efectos que habían establecido. Una experiencia
bastante común lo confirma. Prevención, represión y rehabilitación: estos son
los puntos focales de un programa que, concebido y actuado a la luz de la
dignidad del hombre, sostenido por la rectitud de las relaciones entre los
pueblos, recibe la confianza y el apoyo de la Iglesia" (Enseñanzas, VII, 2,
1984, p. 349). Recientemente, el Pontificio Consejo para la Familia, en una
reflexión pastoral sobre este tema específico, ha exhortado para evitar
simplificaciones y generalizaciones y "sobre todo la politicización de una
cuestión profundamente humana y ética". Además, en lo que se refiere a la
distinción entre drogas "suaves" y "pesadas" ha observado: "Quizás los productos
serán diferentes, pero las razones de base siguen siendo las mismas. Es por este
motivo que la distinción entre "drogas duras" y "drogas blandas" conduce a un
callejón sin salida. La drogadicción no se juega en la droga sino en lo que
lleva a un individuo a drogarse... La legalización de las drogas comporta el
riesgo de los efectos opuestos a los buscados... A través de la legalización de
la droga... son las razones que conducen a consumir dicho producto las que son
convalidadas" (¿Liberalización de la droga? Una reflexión pastoral del
Pontificio Consejo para la familia. L’Osservatore Romano, 22 de enero de
1997).
Las
raíces ético-culturales del fenómeno
Estas consideraciones nos
conducen al aspecto central del problema, en el que converge de manera especial
la atención de la Iglesia: ¿Por qué uno se droga? En efecto, es claro que más
allá de los condicionamientos de un mercado irresponsable y a todos los
ofrecimientos de una criminalidad bien organizada, es siempre el individuo, con
su libertad y responsabilidad, que supera el umbral peligroso de las drogas, que
a menudo terminan en un camino sin retorno.
¿Por qué lo hace? La
extensión del fenómeno droga hace pensar en un malestar profundo, que toca las
conciencias, pero al mismo tiempo el ethos colectivo, la cultura y las
relaciones sociales. El Papa invita a mirar en esta dirección. El fondo del
problema de la toxicomanía, observa, "generalmente está en un vacío existencial,
debido a la ausencia de valores y a una falta de confianza en sí mismos, en los
demás y en la vida en general" (Enseñanzas, XVI, 2, 1991, p. 1249). Aún más: "La
droga es un vacío interior que busca evasión y desemboca en la oscuridad del
espíritu incluso antes de la destrucción física" (Enseñanzas, XIII, 2, 1990, p.
1579). Existe un nexo entre la enfermedad provocada por el abuso de drogas y una
patología del espíritu que lleva a la persona a huir de sí misma y a buscar
satisfacciones ilusorias en la huida de la realidad, hasta anular totalmente el
significado de la propia existencia.
Además, no se puede negar
que la toxicomanía está estrechamente vinculada también al estado actual de una
sociedad permisiva, secularizada, en la que prevalecen hedonismo,
individualismo, pseudo-valores, falsos modelos. La "Familiaris consortio" la
considera una consecuencia de una sociedad que corre el riesgo de ser siempre
más despersonalizada y masificada, deshumana y deshumanizante (Enseñanzas, IV,
2, 1981, p. 1087).
En este contexto "enfermo",
que involucra a individuos y a la sociedad, los que se drogan, según las
expresiones del Santo Padre, son "como personas en ‘viaje’ que buscan algo en lo
cual creer para vivir, tropiezan, en cambio, en los mercantes de muerte, que los
agreden con el halago de ilusorias libertades y de falsas perspectivas de
felicidad" (Enseñanzas, XIV, 2, 2, 1991, p. 1250). Casi se podría decir que este
gran "viaje", que los hombres buscan en la droga, es la "perversión de la
aspiración humana al infinito... la pseudomística de un mundo que no cree, pero
que sin embargo no puede despojarse de la tensión del alma hacia el paraíso" (J.
Ratzinger, Svolta per l’Europa, Ed. Paoline 1992, p. 15).
Una
estrategia adecuada
Si este es el problema, es
obvio que no es suficiente la "prohibición", aunque ciertamente es necesaria.
"Este mal – ha dicho el Papa – para ser vencido requiere un nuevo empeño de
responsabilidad en el ámbito de las estructuras de vida civil y, en particular,
mediante la propuesta de modelos de vida alternativos" (Enseñanzas, XII, 2,
1989, p. 637).
Es la estrategia de la
prevención, por la cual – subraya Juan Pablo II – es necesario el concurso "de
toda la sociedad: padres, escuela, ambiente social, instrumentos de la
comunicación social, organismos internacionales; es necesario el compromiso para
formar una sociedad nueva, al alcance del hombre; la educación para ser hombres"
(Enseñanzas, VII, 1, 1984, p. 1541). Se trata de poner en acto un compromiso
coral para proponer, en cada nivel de convivencia, los valores auténticos y, en
particular, los valores espirituales.
Pero para los que ya han
caído en las espirales de la droga, son necesarios adecuados itinerarios de cura
y de rehabilitación, que van mucho más allá del simple tratamiento médico,
porque en muchos casos está presente todo un conjunto de problemas que requieren
la ayuda de la psicoterapia ya sea del sujeto individual como del núcleo
familiar en sí, junto con un adecuado apoyo espiritual, etc. Las drogas
sustitutivas, a las que a menudo se recurre, no son una terapia suficiente;
antes bien son un modo velado para rendirse ante el problema. Sólo el compromiso
personal del individuo, su voluntad de renacer y su capacidad de levantarse
pueden asegurar el retorno a la normalidad del mundo alucinador de los
narcóticos.
Pero para ayudar a la
persona en un camino tan fatigoso, son necesarias también ayudas sociales. La
familia sigue siendo el principal punto de referencia para cada acción de
prevención. Es lo que Su Santidad ha subrayado en varias ocasiones, sin dejar de
expresar un vivo aprecio a las Comunidades terapéuticas, que "mirando y teniendo
incansablemente fijo el objetivo en el ‘valor hombre’, aun en la variedad de sus
fisonomías, han demostrado ser una fórmula buena" (Enseñanzas, VII, 2, 1984, p.
346).
Un
reto para la Iglesia
En este compromiso coral
existe un papel que compete de manera específica a la Iglesia: está llamada no
sólo a anunciar el Evangelio, sino también como "experta en humanidad". A
quienes viven el drama de la drogadicción ella da el saludable anuncio del amor
de Dios, que no quiere la muerte, sino la conversión y la vida. La Iglesia,
además, se coloca a su lado para emprender un itinerario de liberación que los
lleve al descubrimiento o redescubrimiento de la propia dignidad de hombres y de
hijos de Dios.
Es sobre todo con este
testimonio, vivido a través de diferentes formas de evangelización, de
celebraciones litúrgicas y de vida comunitaria, que la Iglesia ofrece su
servicio de prevención y de rehabilitación a los que son víctimas de la droga.
Deben sentirse particularmente comprometidas las familias cristianas, las
comunidades parroquiales y las instituciones educativas. Un papel especial están
llamados a desarrollar los medios de comunicación social que, bajo diferentes
aspectos, tienen como punto de referencia la comunidad eclesial. Especial y
concreto testimonio sigue siendo el de las Comunidades terapéuticas de
inspiración cristiana, cuyos métodos, aunque marcados por una légitima
pluriformidad, conservan siempre las características de adhesión al Evangelio y
al magisterio de la Iglesia.
El
horizonte de la esperanza
Nos encontramos, pues, en
este Encuentro que, bajo el patrocinio del Pontífice felizmente reinante, de
algún modo quiere dar un nuevo impulso al compromiso eclesial en este ámbito,
ofreciendo también elementos de reflexión y de propuesta a toda la
sociedad.
Bien sabemos que la
complejidad del problema no autoriza a ningún optimismo ingenuo. Pero no debemos
olvidar que las razones de la esperanza cristiana no se apoyan solamente en el
compromiso humano, sino también y sobre todo en la ayuda de Dios. Por tanto, con
el augurio de que el Encuentro ofrezca un grande aporte a esta tan noble causa,
quiero concluir mi intervención citando lo que el Papa dijo frente al propagarse
de este triste fenómeno en el Discurso de conclusión de la VI Conferencia
Internacional sobre Droga y Alcohol: "Realmente, en estas condiciones, podrían
parecer fuertes las razones que inducen a abandonar toda esperanza. Sin embargo,
conscientes de esto, vosotros y yo queremos ofrecer nuestro testimonio de que
existen razones para seguir esperando y que son mucho más fuertes de aquellas
contrarias".
Son palabras que nos abren
el corazón a la confianza y nos invitan a trabajar con renovado impulso al
servicio de aquellos a los que el vórtice cenagoso de la droga corren el riesgo
de englutir en sus remolinos mortales.